Mi cuerpo se encuentra en una superficie, esa superficie está delimitada; es decir, los muros de mi casa es una especie de frontera en donde se marca un afuera y un adentro. Allá afuera es donde suceden las cosas y aquí adentro no hay movimiento – o, al menos eso fue lo que a veces creía, luego, se desmoronó esa idea – pero en estos tiempos, tiempos en los cuales uno tiene que permanecer dentro de casa, a veces pareciese que la acción está afuera.
Entonces, creía que se jugaba lo activo y lo pasivo, pero no era del todo así. En mi interior, esa pasividad es también activa, sutil y silenciosa y es en ella en donde me sumerjo… sin darme cuenta.
Ese silencio se manifiesta en el aislamiento. Llega un punto, un punto de ruptura en donde algo hace eco en nosotros y nos impone su presencia. En un giro, esas profundidades del alma se instalan en la superficie de nosotros, estando en lo más superfluo, en nuestra piel. Como na especie de escalofrío que nos recorre por los bordes de nuestro cuerpo. Y esa ruptura entra ahora en este escrito: pues, me doy cuenta de que escribir se da por esas interrogantes que me pasan día a día, esas dudas, esos recuerdos y ocurrencias son las que me hacen escribir; escribir es una manera de dar cuenta de mí, del lugar desde donde leo.
Posibilitando una ruptura del yo, de tomar distancia de la fachada del yo y dejar expandir las palabras que me habitan, cortarlas, coserlas, incluso juntarlas, es decir, posibilitar un juego con ellas, con sus posibles sonoridades y, para que esto se ejecute, necesita de un cuerpo hueco en donde las cuerdas puedan resonar.
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